FORUM DA ARGOS – DEBATE SOBRE A CATALUNHA – O DEPOIMENTO DE JOSEP A. VIDAL

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Tínhamos já projectado, para esta semana que antecede o dia 9 de Novembro, abrir um debate sobre a questão catalã. Um editorial, o de 30 de Outubro, referia o que consideramos ser um défice democrático do Estado espanhol – uma democracia que conserva a herança centralista e opressora que herdou da ditadura franquista. Eis o link que permite ler esse editorial, bem como os comentários que suscitou:

http://aviagemdosargonautas.net/2014/10/30/editorial-o-defice-democratico-do-estado-espanhol/

O argonauta catalão Josep A. Vidal, em mensagem ontem recebida, com grande serenidade, expõe a posição de um defensor da independência que não lança anátemas sobre quem pensa de forma diferente. Porque, diz-nos, «Cuando se trata de historia, prefiero el intercambio, la reflexión y el debate, al enfrentamiento y la pelea»  Tomando como ponto de partida os comentários ao editorial e escrevendo, não na sua língua, pois sabe que temos dificuldade em a compreender, mas no seu elegante castelhano, proporciona-nos o texto esclarecedor e límpido com que abrimos o debate sobre o tema tão importante da Catalunha.

Amigos,

He leído con interés el breve debate suscitado por el editorial del pasado 30 de octubre “O défice democrático do Estado espanhol”. Generalmente evito entrar en enfrentamientos a causa de la historia, porque me resulta muy pesado el diálogo de sordos, por demás estéril, en que suelen convertirse cuando quienes intervienen pretenden, de un lado y de otro, utilizar la historia como coartada para la fragilidad de sus posiciones o su incapacidad para leer la realidad, interpretar el momento presente y utilizar dicha lectura como referente en el debate político. Sin embargo, para nuestra desgracia –la de catalanes, españoles y europeos– frecuentemente es ese el terreno donde nos vemos obligados al debate, y no no nos es fácil evadirnos.

La historia es poliédrica y eso la hace de difícil manejo. Además: solo algunas de las caras de ese poliedro enormemente complejo tienen perfiles, superficie, características físicas y magnitudes precisas; del resto, o no sabemos nada, ni siquiera su existencia, o conocemos solo la sombra de la sombra de la sombra de lo que fueron, basándonos en lo que alguien ha dicho a partir de datos incidentales que se mezclan y confunden con especulaciones, inferencias y otras construcciones más o menos interesadas que no siempre podemos distinguir con claridad. La historia es pues un campo apasionante para la investigación, pero muy frágil si pretendemos edificar dogmas sobre él. Quienes sabemos apenas tres o cuatro cosas sobre la historia no podemos pretender conocer la Historia –así, con mayúscula– y mucho menos pontificar sobre ella. Estamos obligados a la modestia, a la humildad del investigador y a la honestidad de quien aspira solo a entender un poco mejor las sociedades humanas y está por ello siempre dispuesto a reconocer los límites interpretativos, las desviaciones críticas y el error.

Aunque me apasiona la historia, soy, por lo dicho, poco dado a las discusiones históricas, porque, convencido de la magnitud de lo que ignoro, me siento mucho más obligado al aprendizaje que a la polémica. La ambición de aprender enseña al aprendiz a distinguir o reconocer a los buenos maestros, y a distinguirlos de aquellos otros que, aun siendo cosiderados voces autorizadas, tienen poco o nada que enseñar. Muchos historiadores repiten más o menos lo dicho por otros, o especulan por cuenta propia o por cuenta del poder, o utilizan y seleccionan los datos –o los inventan, que también ocurre– en muchos momentos del discurso historiográfico que producen. Cuando se pretende, a partir de datos incompletos o incidentales, describir una totalidad –que es objetivo frecuente del historiador– es inevitable una cierta dosis de inferencia, pero el riesgo de caer en la fabulación ha de obligar al historiador –también al aficionado a la historia–a la prudencia, a la humildad y al contraste permanente de pareceres.

En el debate de referencia, el lector comunicante habla de la Constitución española y de la contundencia con que fue aprobada. Cierto. Como es cierto también que los partidos que hoy la sacralizan y la consideran piedra de toque de la excelencia democrática, o no la votaron entonces (como ocurre con el Partido Popular, heredero de la historia, los hechos y la identidad de aquella Alianza Popular) o afrontaban la transición democrática desde posiciones ideológicamente más coherentes que las que han sostenido después (como ha ocurrido y ocurre con el PSOE, que llegó al debate constitucional sosteniendo posiciones federalistas, republicanas, de valores sociales, de pluralidad e incluso de autodeterminación, que luego olvidó, cuando no traicionó claramente.) Lo cierto es que, por tacticismo y por otras razones que no vale la pena introducir ahora en el debate, la Constitución española se fraguó obviando debates imprescindibles para su garantía democrática; entre ellos, por poner un ejemplo, el de la forma de gobierno, monarquía o república, y la estructura del Estado, y se doblegó a las disposiciones dimanadas de la dictadura (Ley de sucesión a la jefatura del Estado). Igualmente, siguiendo con los ejemplos, el texto constitucional, por una coacción heredada de la dictadura, consagró la indivisibilidad territorial del Estado y confió su preservación al Ejército (que se convertía así en instrumento del Estado contra aspiraciones de independencia de territorios y ciudadanos que deberían ser consideradas, en pureza democrática, perfectamente legítimas). En aquel contexto, el debate territorial, siendo inevitable, se evitó mediante estrategias sustitutivas que colocaron en el centro de la discusión una pseudodescentralización administrativa mediante el invento de unos entes autonómicos cuyo único fin era frenar las aspiraciones autonómicas de los territorios con reivindicación nacional; fruto de aquella estrategia evasiva fue la sustitución del término “nación” por el de “nacionalidad”, un engendro eufemístico que, en términos de derecho, no significaba absolutamente nada ni tenía ninguna trascendencia política.

Así pues, las grandes cuestiones de concepción del Estado, que son imprescindibles en un debate constitucional, fueron puestas al margen y sometidas a la herencia de la dictadura, de modo que el texto constitucional nació diluido en ambigüedades que aplazaban todos los debates esenciales y consagraban una “apariencia democrática paliativa”. Aquella democracia era, para los herederos del franquismo, que pretendían opciones continuístas, una anomalía que, pasada la “fiebre revolucionaria”, habría que reconducir; para los rupturistas, que la aceptaban sacrificando ideales de cambio radical y coherencias, suponía un marco legal que podría ser superado a medida que las convicciones democráticas fueran penetrando y arraigándose en la sociedad española.

Cuando la tensión entre ambas perspectivas –continuísmo o ruptura– se hizo insostenible y parecía inminente el decantamiento de la sociedad española por la vía rupturista, el golpe del 23 F (con el asalto y secuestro del Parlamento Español) forzó pactos imprevistos que imponían silencios y olvidos que se han perpetuado hasta hoy. Los debates pendientes no se han producido y la ambigüedad inicial se ha ido enquistando en la Constitución española a medida que los intereses políticos y fácticos han aprendido a manejarla en su provecho. Por eso, quienes en su momento la consideraron una anomalía a reconducir y quienes consideraban que era un fermento del cambio aplazado, hoy son los guardianes acérrimos de la ortodoxia constitucional.

La transición española, contemplada en sus ya casi cuarenta años de historia, muestra claramente la importancia de aquella dualidad no resuelta y de cómo los intereses hegemónicos y partidistas han ido pervirtiendo incluso las esencias más nobles, que las había, de la Constitución. La lectura estrecha, corta de miras, viciada de origen, se ha ido imponiendo sobre otras lecturas posibles, más allá incluso de la lógica política y de la coherencia democrática.

El comunicante habla de “nación de naciones”. La fórmula es también un eufemismo para referirse a aquello que los catalanes hemos identificado tradicionalmente como la “mata de joncs”, un haz de juncos, una metáfora que se encuentra ya en la Crònica de Ramon Muntaner (1328) para expresar la fuerza de la unidad. Pero la fuerza de la mata de juncos frente a la debilidad del junco alude a la fuerza de la diversidad, no de la unidad y mucho menos del unitarismo. No hay unidad donde no existe diversidad. Cuando Josep Benet, Solé Tura y tantos catalanes hablaban de unidad lo hacía desde la conciencia de la “diversidad”, capaz de converger en un proyecto compartido o común. Con esta u otras metáforas estaban hablando de la fuerza que aporta la identidad de los distintos pueblos de España y de Europa, inseparable de la soberanía y los derechos de las naciones convocadas a integrarse en un proyecto común, compartido y solidario. Los hechos, no obstante, nos demuestran que no ha existido, ni en España ni tampoco en Europa, un proyecto común basado en el respeto a la diversidad, o que, cuando lo ha habido de modo incipiente, no se ha configurado con verosimilitud ni convicción, de modo que toda aproximación, aun en términos de debate, ha sido abortada y nunca compartida.

A título de ejemplo, podemos citar la reclamación de los documentos que el franquismo expolió a los catalanes a punta de pistola y guardó en el archivo de Salamanca. La legitimidad del espolio fue reivindicada públicamente, sin ningún pudor ni decencia, como “derecho de conquista” (en expresión nada menos, que de Gonzalo Torrente Ballester), y, después de años de litigio y de aplazamiento, aún hoy el gobierno español se niega a completar la devolucion. El ejemplo no es irrelevante, pero es pequeño comparado con otras obstinaciones incomprensibles a los ojos de las democracias occidentales, como la negativa a investigar los crímenes del franquismo, la falta de resolución en la recuperación de las fosas comunes de la Guerra, o la oposición a declarar la nulidad de los consejos de guerra de la represión franquista que costaron la vida a tantos catalanes, entre los cuales el presidente Lluís Companys, y a tantos españoles.

La transición española no consiguió articular y construir un proyecto común. En sus cuarenta años de historia, la posibilidad de articularlo ha ido retrocediendo progresivamente, a medida que se optaba por suprimir la diversidad. “Muerto el perro, se acabó la rabia”: no existe, por decreto, la comunidad cultural y lingüística catalana; no existe la unidad lingüística; no existe unidad de intereses ni posibilidad de gestionarlos conjuntamente, no existe ni siquiera una historia común y hasta nuestra historia se considera –y así se pretende que lo aprendan las nuevas generaciones– como pura fabulación de románticos y burgueses. Por decreto se ataca la lengua en la Comunidad Valenciana, por decreto se levantan barreras contra la unidad y la gestión compartida de intereses mutuos, por decreto o por acción política se desintegra la acción educativa en las Baleares y por decreto se pretende “españolizar” a los niños catalanes.

No se ha articulado un proyecto común ni se ha compartido su necesidad, antes al contrario: se han dinamitado con agravios, menosprecio, engaños e incumplimientos todos los intentos de encuentro y todas la confianzas. Solo se ha cumplido la solidaridad, y aun en este caso ha sido menospreciada y utilizada para denigrar a la sociedad catalana por los mismos que la han impuesto de manera irracional, desigual y abusiva, con perjuicio evidente de las partes (perjuicio no solo de quien cede sino también, aunque parezca paradójico, de quien recibe, algo de lo que podríamos hablar largamente).

Cataluña, y paso por alto otras realidades nacionales, se sabe, se expresa y se define como nación, sin eufemismos. Y el hecho nacional no es, para la ciudadanía catalana, un rasgo anecdótico ni folklórico, ni anodino ni inocuo. Lo entendemos como generador de derechos, algo que tiene cabida perfectamente en la Constitución aunque los hechos demuestran que la cortedad de miras y el obscurantismo exclusivista con que se interpreta no deja margen para este reconocimiento. Todos los derechos de los catalanes dimanan de su condición de españoles, ninguno de su condición de catalanes, y mucho menos el reconocimiento de su soberanía nacional. Por eso, en una de mis colaboraciones recientes en el blog argumentaba que el Estado español no consentiría la consulta de los catalanes ni aun estando seguro de una victoria de las tesis unionistas. Sencillamente porque sería reconocer la soberanía catalana y este reconocimiento instauraría un precedente jurídico. Y el no reconocimiento de la soberanía no es una cuestión de igualdad ni de agravio hacia otros territorios, sino la obstinación en el mantenimiento de una relación de primacía y subordinación en la relación –o el encaje, si lo preferís– entre Cataluña y España; es decir, una relación de jerarquía, como corresponde a una lógica, por mucho que se intente disimularlo, de vencedores y vencidos.

El resto de la argumentación del comunicante, sobre el uso del concepto España en tiempos históricos y cuál sería en cada momento el significado y el referente de ese nombre me parece un debate estéril e innecesario. Basta con echar una ojeada al contexto histórico en cada caso y ver qué incluye ese concepto, según el momento histórico, y comprobar tanto su valor simbólico como su referencia a territorios que hoy no son parte de España y en los que, probablemente y empezando por Portugal, la población nunca llegó a tener la noción de ser españoles.

Lo de los Reyes Católicos es un tópico –importante– en las manipulaciones que nos brinda la historiografía nacionalista de cualquier bando. No pretendo desautorizar a nadie, sino simplemente decir que la historia de ese período es muy compleja, muchísimo, y que cuanto más simplista es la explicación más lejos está de la verdad histórica. ¿Cómo integrar la complejidad del período histórico de referencia en un esquema simplista como el que expresa la frase: “las coronas de Castilla y Aragón pasan a ser reconocidas como corona de España”? Fernando era rey de Aragón, y detentor de la herencia del linaje catalán extinguido con Martí l’Humà, pero era un monarca de estirpe castellana, y no precisamente bien querido en Cataluña, donde fue incluso declarado persona non grata y tuvo prohibida la entrada en el territorio. Sus ambiciones políticas eran las de un rey de su tiempo, y eran suyas, de su condición de rey, y se ajustan más a sus intereses y privilegios que a los intereses y voluntades de los reinos cuya corona ostentaba. ¿Unión política entre los reinos de Isabel y Fernando? Sí, claro, pero ¿qué quiere decir “unión política” y cómo se materializa esa unión, que es poliédrica y muy compleja? ¿Podemos atribuir al concepto el mismo significado que tendría hoy? ¿Era unión entre diferentes o unión entre iguales, fusión o integración o asimilación…? ¿A qué conclusiones nos tiene que llevar? ¿Era unión de pueblos, de territorios? ¿Era una estrategia para fortalecer los privilegios de la monarquía frente a las pretensiones aristocráticas, para hacer más directamente gobernables por los monarcas los distintos territorios, atomizados bajo la influencia de nobles, privilegios, instituciones forales, usos y costumbres particulares…? ¿Una manera de controlar las ciudades? ¿De “domesticar” a la jerarquía eclesiástica? ¿De asegurarse el control de los medios de producción? ¿De preservar la fe?… ¿Y por qué Isabel no quiso reconocer nunca “los derechos del rey Fernando, su marido, a la corona de Castilla” (cito a John Lynch, “España bajo los Austrias”)? ¿Por qué lo excluyó testamentariamente de la sucesión? “A pesar de que su hija y heredera Juana ya había dado muestras de enfermedad mental, que la había de incapacitar para siempre para gobernar, fue declarada heredera junto con su marido, Felipe de Austria”. Y si valen las hipótesis, ¿qué habría pasado si el segundo matrimonio de Fernando, con Germana de Foix, hubiera tenido sucesión?

Lo cierto es que Fernando, tras la muerte de Felipe I de Castilla –que nunca fue rey de Aragón– y declarada la incapacitación de la reina Juana, vuelve a gobernar, como regente, en Castilla y como rey en Aragón, durante nueve años, durante los cuales procuró llevar a cabo un proyecto de unificación política que, si bien no consiguió culminar, puso las bases para el proceso que se desarrollaría largamente en los reinados de sus sucesores de la casa de Austria. Pero la unidad política no fue la unión de los reinos, ni de los territorios, ni siquiera de las instituciones de gobierno, que resistieron el embate asimilacionista de la política castellana –cada vez más desaforado– durante el gobierno de los Austrias.

Carlos I, el emperador, no recibió en herencia la corona de España, sino la herencia separada de los reinos de Castilla –con sus posesiones de ultramar–, que hereda de Juana, su madre, y los reinos de la corona de Aragón, con las posesiones mediterráneas –Cerdeña, Sicilia, Nápoles- y norteafricanas, que hereda de su abuelo Fernando. Y así es como se produce en lo sucesivo la transmisión patrimonial –salvando las variantes territoriales que impone la historia– durante el reinado de los Austrias. Y la prueba de que la diversidad de reinos, y la discrepancia política, y la singularidad institucional y la diversidad de intereses y de jurisprudencia existen está, precisamente, en el esfuerzo y el encono de los gobernantes para someter, doblegar, asimilar, reducir “a las leyes de Castilla”… a los catalanes.

¿Por qué Olivares aconseja así a Felipe IV en 1624: “Tenga Vuestra Majestad por el negocio más importante de su Monarquía, el hacerse Rey de España: quiero decir, Señor, que no se contente Vuestra Majestad con ser Rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, Conde de Barcelona, sino que trabaje y piense, con consejo mudado y secreto, por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia, que si Vuestra Majestad lo alcanza será el Príncipe más poderoso del mundo.“?

Y ¿por qué Carlos II incluye en su testamento “el encargo expreso a sus sucesores de que mantuvieran “los mismos tribunales y formas de gobierno” de su Monarquía y de que “muy especialmente guarden las leyes y fueros de mis reinos, en que todo su gobierno se administre por naturales de ellos, sin dispensar en esto por ninguna causa; pues además del derecho que para esto tienen los mismos reinos, se han hallado sumos inconvenientes en lo contrario“?

Y ¿qué sentido tendrían tantas de las disposiciones que encontramos recogidas en los decretos de Nueva Planta y en otros documentos y actos ejecutorios de la época?…

La defensa de lo evidente cansa, porque siendo evidente no necesita más argumento que la evidencia. Y cuando la evidencia no vale, sobran los argumentos, porque no hay peor ciego que el que no quiere ver.

La obra de Kamen la leo con respeto porque contiene estímulos para la reflexión sobre la historia. Se le considera un revisionista, a veces como valoración peyorativa. Yo entiendo que la historia tiene siempre un componente de revisión, y, por tanto, no me molesta el revisionismo ni la reflexión que se deriva o la invitación a cambiar de perspectiva. Pero, el revisionismo debe moverse solo en ese espacio, porque no es ni un punto de llegada de la investigación histórica ni puede ser un borrón y cuenta nueva; es como mucho una reflexión que acompaña a la indagacion histórica, a veces a modo de llamada de atención. La publicación del libro “España y Cataluña. Historia de una pasión“, que ha coincidido con la efervescencia de la reivindicacion soberanista en Cataluña, ha sido aplaudida y celebrada por medios como “ABC”, “El Mundo”, “La Razón” o “El País”, entre otros, todos ellos de signo distinto pero claramente posicionados contra la reivindicación catalana. La utilización que se ha hecho de esta obra de Kamen es claramente interesada y partidista, y no valen los argumentos de autoridad y de prestigio que se le han concedido. Kamen es un autor polémico, y lo ha sido siempre. Los mismos medios que lo han ensalzado en esta ocasión, cuando sus tesis les permiten cuestionar la reivindicación catalana, lo han denostado frecuentemente por falta de rigor histórico y exceso de “ideología”, sobre todo cuando sus tesis ponían en crisis algunos de los pilares de la historiografía española. Véanse, si no, los comentarios a su libro, publicado en España en 2006, Del imperio a la decadencia. Los mitos que forjaron la España moderna“, o con anterioridad, los comentarios a la publicación de Imperio.

Entre los mitos de la historiografía hispana que Kamen se esfuerza en desmontar está, en primer lugar, la “creación retrospectiva de la nación española en las Cortes de Cádiz.” Esto dijo entonces “El País” (Miguel Ángel Batenier, 10 febrero 2007: “Un revisionismo histórico sin fin”): “…para Kamen la historia de España es una desconocida que, como el hombre de Musil, carece hasta la desnudez de todo tipo de atributos.“( http://elpais.com/diario/2007/02/10/babelia/1171066635_850215.html) Y el artículo, después de repasar los contenidos y pretensiones de la obra de Kamen, concluye:

La metodología, o mejor la visión del mundo, para llegar a estas conclusiones es fuertemente casuística, de forma que tanto puede servir para ver la botella medio llena como media vacía. Kamen critica la formación académica de los mitos diciendo: ‘Esta técnica, la de seleccionar eventos destacados, específicos y aislados (…) es absolutamente cuestionable’, que es lo que también cabe pensar con la selección y la valoración que hace él mismo de ciertos acontecimientos, aun cuando se esté básicamente de acuerdo con su labor de desescombro.  […] Sin revisionismo no puede haber completo desarrollo historiográfico -Freud y Weber no son menores por todo lo que se haya afinado el tiro sobre su obra-, pero el revisionismo convertido en religión corre el riesgo de escurrir al niño junto con el agua de la bañera.

Y si esto se publicó en “El País”, no es difícil intuir por dónde fueron los comentarios que se le dedicaron en ABC, de donde entresaco las siguientes citas del artículo que le dedicó Ricardo García Cárcel el 2 del 12 de 2006 (destaco algunas opiniones en negrita): “La piqueta demoledora de Kamen derrumba algunas de las paredes maestras del edificio histórico español. Al respecto, hay que decir que la Historia es algo más que un ejercicio de representación para legitimar ideas políticas previas. En la visión de Kamen, los ejes conceptuales de la historia de España serían inventados ya sea por historiadores o simples pensadores liberales, ya por sus colegas conservadores. El mito de la nación española, una y fuerte, sería aportado por los liberales gaditanos y reinventado por los conservadores de la Restauración y en el franquismo. […] El mensaje final es el de la necesidad de deslegitimar los grandes ejes sobre los que ha girado la construcción de la historia de España como excepcionalidad, con todas sus hipotecas providencialistas y mesiánicas. El problema es que la visión crítica de los mitos que nos hace Kamen nos conduce directamente a esta negatividad tan hispánica que fustiga pero al mismo tiempo alimenta.” Y acaba refiriéndose a la “frivolidad revisionista” de Kamen. http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/cultural/2006/12/02/025.html

[Puede consultarse en el mismo sentido el artículo de José Manuel Rodríguez Pardo en http://www.nodulo.org/ec/2007/n059p01.htm, también desde posiciones españolistas: “Tras la lectura de su última obra, debemos señalar que Kamen ha exagerado hasta límites inaceptables su pretensión de revisar la Historia de España. Ya sucedió algo muy similar en su libro Imperio, y su carencia de argumentos de peso no le priva de reiterarlos una y otra vez. El tratamiento tan banal que Kamen realiza con algunos temas, incluyendo fuentes seleccionadas de forma arbitraria –producto de su falta de criterios claros– ha provocado que algunos comentaristas anónimos hayan dicho que Clío habrá esbozado una sonrisa etrusca ante el cúmulo de desaciertos del autor.“]

El hecho de que García Cárcel, catedrático de historia, nos advierta, desde un medio tan claramente contrario a las tesis soberanistas del catalanismo político,  sobre la “frivolidad del revisionismo” de Kamen, ¿no tendría que obligar a la prudencia a quienes pretenden consagrar como indiscutibles las tesis del historiador birmano? ¿Qué tiene de extraño que aplique a Cataluña propósitos de desmitificación o, en palabras del articulista de “ABC”, de deslegitimización de los grandes ejes sobre los que ha girado la construcción histórica si ya los aplicó anteriormente a la revisión de la historia de España? ¿Y por qué las palabras de Kamen tendrían que ser dogma de fe incontestable cuando cuando permiten una cierta utilización “contra” Cataluña, y ser, en cambio, “un ejercicio de representación para legitimar políticas previas” cuando aplican la medicina revisionista a España?

Para concluir, también a mí, como al comunicante, me parece Kamen un autor “estimulante”, pero no me parece un autor “suficiente” para fundamentar conclusiones, y mucho menos si con ellas otros, o él mismo, pretenden hacer frente a los retos abiertos de la política.

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